1 DE NOVIEMBRE: FIESTA DE TODOS LOS SANTOS 

  LOS SANTOS ANÓNIMOS

 

Celebramos hoy la fiesta de todos los santos, no solo de los que conocemos porque han sido canonizados por la Iglesia, los que nos son favoritos como S. Agustín, S. Ignacio de Loyola, los dos Frnciscos: el de Asís y el de Javier, las tres santas Teresas: de Avila, de Lisieux y de Calcuta, etc., sino también de los “santos anónimos”, de esos que no llevan una aureola sobre la cabeza.

  La fiesta de hoy nos recuerda que los santos caminan por nuestras carreteras, están en medio de nosotros, se dedican a nuestras mismas ocupaciones ordinarias, y tienen sobre la cabeza nuestros mismos problemas, dificultades, preocupaciones. Hoy es la fiesta de los innumerables santos, no relacionados en el calendario oficial de la Iglesia. Gente tan igual a nosotros, y tan distinta al mismo tiempo. Esta fiesta nos recuerda que la santidad es un compromiso asumido en el bautismo.

  Circundamos al santo de veneración, respeto, emoción, asombro, y nos mantenemos a un distancia de seguridad. Pedimos al santo quizás gracias, le presentamos peticiones. Y es porque consideramos la santidad como algo especial para criaturas privilegiadas en la vía de lo excepcional. Y la mediocridad como condición común para los otros, los cristianos “normales”.

  Pues no es así. La fiesta de todos los santos nos obliga a hacer la operación inversa: acercamiento. Nos obliga a tomar nota de una santidad cercana, con el vestido de todos los días, a nuestro alcance. La santidad no como lujo, sino como deber preciso. Como vocación, condición normal del cristiano. Frente a esta santidad “vecina” no es posible escabullirse. No se puede decir “eso no es para mí”. Los innumerables santos anónimos que celebramos hoy nos demuestran obstinadamente que esa “tarea” también es cosa nuestra. Es una verdad incómoda, porque es árduo llegar a ser lo que debemos ser.

  El sacerdote, teólogo italiano Luigi Giussani (1922-2005) en un prólogo a un libro titulado “Los santos” nos dice:    El santo es un hombre

  Hay una acepción de la palabra santidad que se refiere a una imagen excepcional, representada con un aureola. Sin embargo, ser santo no es oficio de pocos ni una pieza de museo. La santidad ha sido en todo tiempo la sustancia de la vida cristiana. Pero a pesar de la parcialidad de ciertas imágenes, queda la huella de una idea fundamentalmente exacta: el santo no es un superhombre, el santo es un hombre verdadero. Es un hombre verdadero porque se adhiere a Dios y, en consecuencia, al ideal para el que ha sido forjado su corazón y que constituye su destino, Éticamente esto significa “hacer la voluntad de Dios” dentro de una humanidad que, sin perder su condición humana, se vuelve diferente. La santidad es, en efecto, el reflejo de la figura del Único en quien la humanidad se ha cumplido plenamente, con toda su potencialidad: Jesucristo.

  La santidad es, por tanto, reconocimiento activo, “vigilante”, de la necesidad fundamental: la realización última del propio significado, “la única cosa necesaria” de la que habla el santo Evangelio. La sociedad provoca hoy una fragmentación de esa necesidad fundamental, hasta el punto de desalentar toda expresión de la misma y tratar de sofocarla. De semejante división provienen voluntarismos exasperados, por una parte, y psicosis, por otra. La relación con Dios es la hipótesis de trabajo más adecuada para incrementar y realizar la unidad de la personalidad. Por eso, el mundo sigue teniendo necesidad, y sobre todo, del “expectáculo de la santidad”. El mundo necesita, en efecto, testimonios de unidad, de coherencia de la vida con su necesidad fundamental. San Pablo decía: Nos hemos convertido en expectáculo para los ángeles, para los hombres y para nosotros mismos.

Termino con la poesía de la madrileña Sagrario Torres (1922-2006) titulada:     

Reflexión  hecha por el Padre Juan Catret, sj

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