Jesús de Nazaret, Nuestro Salvador

 

En la vida podemos experimentar situaciones difíciles e incluso podemos llegar a vivir situaciones que consideramos asficciantes, especialmente las relacionadas con el misterio de la vida nos dejan sin respuesta ante preguntas como ¿Quién soy yo?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué sentido tiene mi vida?. La limitación humana nos impone y nos deja sin fuerzas para afrontar realidades tales como la enfermedad, el envejecimiento, la soledad, la pérdida de trabajo, la muerte propia o la de un ser querido. Ante el misterio del Dios Absoluto nos quedamos sin encuentro con Él, porque lo desplazamos de nuestra vida, cuando no lo escuchamos en medio de tantos ruidos y cuando absolutizamos, adoramos y dependemos como esclavos de otras realidades como el dinero, la posición social, el bienestar, el consumo, el  poder  o la política.. Ante estas situaciones sentimos que debemos abrirnos a la esperanza,  porque todos y cada uno estamos necesitados de ayuda.   

Es aquí donde podemos retomar el mensaje de los profetas, portadores de esperanza en la histórica del pueblo de Israel. Porque ellos, a pesar de las muchas faltas cometidas por este pueblo elegido por Dios,  hicieron renacer la esperanza de salvación. Denunciaron la idolatría y anunciaron la misericordia y fidelidad inquebrantable de Dios que se traduciría en: liberación de la esclavitud y servidumbre, entrada en la Tierra Prometida, restauración y reunificación tras el destierro, elección de la dinastía de David, de la que nacería el Mesías Salvador que establecería el Reino de Dios y la Nueva Alianza.

En Jesús de Nazaret, el Mesías anunciado, nuestro Salvador se encuentra toda esperanza. Los ángeles anuncian a los pastores: “En Belén os ha nacido un Salvador”(Lc 2,11);  tras Pentecostés, los apóstoles anuncian: “) no tenemos otro nombre (fuera de Jesús) por el que podamos salvarnos” (Hch 4,12). “En Jesús, Dios recapitula toda la historia de la salvación a favor de los hombres” (Cat. Igl. C.430).  Los evangelios ponen en boca de Jesús expresiones que manifiestan su misión salvadora: “Dios ha enviado a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17); “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que cree en el Hijo tenga vida eterna, y que yo le resucite en el último día” (Jn 6,40); “El que beba del agua que yo le dé, se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,14); “Yo soy el pan bajado del cielo, quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51); “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque muera vivirá” (Jn 11,25);  “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12), etc.  Muchos textos evangélicos atestiguan que en Jesús se cumplen las promesas mesiánicas. En el Bautismo de Jesús se cumple la profecía de Isaías: “He puesto mi Espíritu sobre él…, mi elegido en quien se complace mi alma” (Is 42,1);  “He aquí mi siervo…en su nombre pondrán las naciones su esperanza” (Is 42, 1-4); Juan el Bautista señala a Jesús como el Cristo “que nos bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1,19-34); en el relato de Emaús se nos dice: “Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, Jesús les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,24). Jesús es el Hijo eterno de Dios que se encarna y “acampa entre nosotros” (Jn 1,14). Sólo los sencillos de corazón descubrieron en las palabras, los signos y el modo de comunicarse con Dios que en Jesús había  una presencia especial de Dios que producía gozo, alivio y esperanza. Algunos le siguieron hasta dejarlo todo por él.  Tras la resurrección y Pentecostés los apóstoles y discípulos proclamaron en su predicación y en sus escritos que Jesús era el Salvador anunciado en las Escrituras. El es la Palabra definitiva de Dios a los hombres.     

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